En la victoria corremos y no hay quien nos alcance a sujetar, mientras mil manos tiran de las ropas, peleando por un jirón nuestro.
En la derrota ya no hay manos, ya no hay gritos, ya no hay peleas ni ropa echa trozos. Entonces solo quedas tú.
Hoy al salir del estadio me crucé con Andrés Miso, andaba paciente, como si meditara si dar o no el siguiente paso. Frío y gris, como el día, arqueaba el cuerpo entre dolorido y agotado, había sido un partido difícil, perdido quizás sin justicia. Le acompañaba su pareja, siempre lo hace.
Habían sido más de dos horas de adrenalina, de sobreesfuerzo, de tensión, de gritos, de ánimos, de ilusiones, de fracaso, de toda una vida en dos horas de partido. Esa es la magia de este simulacro al que llamamos baloncesto. Y por eso es por lo que vamos cada semana a dejarnos llevar por una guerra que no es la nuestra.
Desde el coche le grité por su nombre. Ambos escucharon mi reclamo, él la miró a ella, como pidiendo permiso a quien le soportaba ahora, y no fue hasta recibirlo que accedió a levantar la mirada, girar el cuerpo lento y dejarse entrever detrás de una sonrisa nacida de la desesperanza. Nos miramos para continuar nuestra marcha. Al unísono un pensamiento y un grito se me escapaban por la boca.
Disfruté mucho de la familia que vino esta semana a la Grada, desde la abuela hasta la última de las nietas en llegar, todo se disponía en torno a Jesús, el chico que hoy nos hacía de Corresponsal. Todos fueron encantadores desde el principio, todos entregados al máximo. La señora de la casa preparaba nuggets como si no hubiera hecho otra cosa en su vida, los hermanos, hermanas, primos, cuñados y amigos, todos siempre listos por si había que dar un grito más o hechar una mano participando en un concurso, y por supuesto nuestro Jesús, que desde el comienzo demostró una despaspanante habilidad a la hora de gestionar las diferentes cuentas de redes sociales en su iPad. ¡Qué buen chico!
Por la Grada también se pasaron los habituales de Tania, enriquecidos con hermano, cuñada y progenitores y por supuesto mis primos y hermanos. Nada se puede hacer sin ellos.
Cuando por fin salí de los alrededores del estadio y encaré mi coche hacia Ceutí, lejanos ya los ratos de euforia y decepción entrecruzadas. Empecé a sentir, que yo, sin salir derrotado, hoy abandonaba el campo un poco más lejos de mí que cuando llegué a él, hacía justo un mes.
Días de derrota de efímeros colchones y vanos hombros.